RESUMEN: Los personajes más relevantes de la novela de Rulfo, a saber, Juan Preciado, Miguel y el propio Pedro Páramo, Abundio Martínez y Susana San Juan, comparten el hecho de no poder superar el sometimiento, el abandono y la humillación que padecieron durante la niñez en su calidad de hijos. Presos del deseo de venganza, poseídos, en consecuencia, por un fuerte sentimiento de culpa y la no menos consecuente necesidad de castigo, terminan consumando por sí mismos el proceso de destrucción iniciado por sus progenitores. Es esta experiencia traumática y oculta, oculta incluso para el autor de la novela, lo que constituye el núcleo narrativo medular y, si se quiere, el personaje central de la obra.
Desde un
extremo de la crítica, se ha señalado que la novela de Juan Rulfo carece de un
núcleo medular o de un personaje central capaz de conferirle unidad. Para tal
lectura, Pedro Páramo no pasa de ser
una colección de fragmentos yuxtapuestos. Desde el otro extremo, en cambio, se
considera que la falta de unidad –supuesto que no se cuestiona– constituye un
rasgo positivo, en la medida que obliga al lector a crearla, priorizando y
articulando, según el interés de cada quien, sus múltiples núcleos narrativos,
sean los vinculados a los personajes explícitos, sean los ligados a figuras
simbólicas (el cacique, el patriarca, la madre, el padre, el hijo, pero también
la muerte, los murmullos, el agua, la tierra, la revolución, etc.), sean los
referidos a cuestiones sociales, religiosas, históricas o míticas. A contramano
de ambas lecturas, y valiéndonos de un marco teórico, nos proponemos mostrar
que, si bien oculto, hay en Pedro Páramo
un núcleo medular –verdadero personaje principal de la novela–, núcleo objetivo
y conceptualmente definible, y que, una vez identificado, confiere un
significado de base a las historias, los personajes y conflictos centrales de
la obra. Ésta ha sido rotulada de diversas maneras: como un retorno a las
raíces o la búsqueda del padre, la historia de un parricidio o de un amor
imposible, etc., cuando, en rigor, es todas esas historias a la vez. Lo que
otorga unidad y un sentido primordial a la novela rulfiana, tal es nuestra hipótesis,
no se halla en el orden de lo dicho, sino en un fenómeno subyacente –del que el
autor no tuvo ni tenía por qué tener consciencia–, una de cuyas características
es, precisamente, sustraerse a la visibilidad. Se trata de un tipo de
experiencia compleja y traumática, compartida por los personajes relevantes de
la obra, cuya consecuencia más evidente es la tendencia a la autodestrucción.
Presentamos,
en primer lugar, un resumen de la novela. Luego, exponemos el marco teórico
adoptado: la perspectiva cultural, antropológica y psicoanalítica de Arnaldo
Rascovsky, desarrollada en su ensayo El
filicidio, publicado originariamente en 1973.[1] En
tercer lugar, señalamos algunos paralelismos –esquemáticos, pero útiles a
nuestro propósito– entre Pedro Páramo,
Los hermanos Karamázov y Edipo Rey. Por último, y parte
sustancial del trabajo, abordamos los personajes medulares de la novela
(Abundio Martínez; Miguel, Lucas y Pedro Páramo; Dolores y Juan Preciado;
Bartolomé y Susana San Juan; y el padre Rentería) y sacamos a la luz rasgos y
conflictos de los mismos ignorados por la exégesis.
Comencemos
con el resumen:
Durante su infancia, Pedro Páramo se enamora de
Susana San Juan, pero la familia de ella se muda de Comala a una región minera.
Allí, la niña pasa por una experiencia traumática: el padre la obliga a buscar
oro en un pozo profundo que es una tumba. Don Lucas Páramo considera a Pedro un
flojo y un inútil, una existencia malograda, sin embargo, en sus últimos años, él
mismo dilapida buena parte de la riqueza que logró acumular. Susana San Juan se
casa con Florencio y al poco tiempo enviuda. Hay indicios de que el padre,
también enviudado, la obliga a mantener relaciones incestuosas. Pedro Páramo se
hace cargo de la Media Luna. Se casa con Dolores Preciado, para apropiarse de
sus tierras y extinguir la deuda que don Lucas había contraído con ella.
Apelando a métodos violentos, se hace dueño de los campos adyacentes, y
valiéndose de su poder, fascina y seduce a las mujeres de la comarca.
Aprovechando una queja de doña Dolores, la envía, con el pequeño hijo de ambos,
a la casa de los Preciado en Colima. Nunca más volverán a verse. Muere Miguel
Páramo, el único hijo por quien don Pedro sintió afecto. Con unas monedas de
oro, convence al padre Rentería para que absuelva al muerto de sus violaciones
y asesinatos. A causa de la revolución, Bartolomé San Juan acepta la invitación
de Pedro Páramo para refugiarse en su finca. Susana, para entonces, ha perdido
la razón, lo que no afecta el amor que don Pedro siente por ella. El
latifundista convoca a los alzados en armas y les ofrece dinero y hombres para
la revolución. Muere Susana San Juan sin que Pedro Páramo haya podido ingresar
en su mundo. El caudillo se derrumba emocionalmente, abandona y clausura sus
campos y se entrega a esperar el final. Sentado frente a su casa, es apuñalado
por Abundio Martínez, uno de sus hijos ilegítimos. En su lecho de muerte,
Dolores Preciado encarga al hijo que recupere sus tierras y se vengue del
padre, al que aún creía vivo. Pero cuando Juan Preciado llega a Comala,
encuentra una tierra estéril y un pueblo muerto, poblado de murmullos y almas
en pena. Presa del espanto, muere y es enterrado en una tumba que comparte con
Dorotea la Cuarraca.
Según
Rascovsky, el pecado original de la cultura, y su consecuente sentimiento de
culpa, no se origina en el parricidio, es decir, en las tendencias agresivas
inconscientes asociadas al complejo de Edipo (presupuesto esencial del psicoanálisis freudiano)
(Rascovsky 1992: 239 y ss.), sino en el filicidio, las pulsiones agresivas,
igualmente subyacentes, de los padres contra los hijos. “Podemos anticipar que el filicidio constituye una
característica específica de la especie humana [...] y se vincula estrictamente
con el desarrollo del proceso socio-cultural” (Rascovsky 1992: 14). Se trata de
un fenómeno universal que, sin embargo, se ha mantenido oculto, negado y
reprimido a través de la historia. Rascovsky considera filicidio a los
diferentes modos de inmolar a los hijos, desde el maltrato afectivo (la humillación,
el abandono, el sometimiento, los ataques verbales, los juicios denigratorios,
la negligencia, la desidia), el maltrato corporal y la mutilación, hasta el
exterminio liso y llano. El paradigma de este fenómeno fue y sigue siendo la
guerra, donde la gerontocracia envía a la muerte a legiones de jóvenes
soldados. El grito “Viva la patria”, es decir, “vivan los padres”, esconde el
mandato filicida “mueran los hijos” (Rascovsky 1992: 9). En el contexto de este planteo, entonces, filicidio y parricidio no deben
necesariamente entenderse en un sentido literal, como crímenes consumados, sino
también en un sentido figurado, como deseos o impulsos filicidas o parricidas.
Como prueba de la
universalidad y antigüedad del filicidio, Rascovsky evoca los antiguos mitos de
la humanidad en que el sacrificio filial era una constante. Por caso, en la
mitología griega, Cronos devora a sus hijos recién nacidos al igual que
Saturno, su equivalente en la mitología romana. También son filicidas Aun y
Odín, dioses de la mitología nórdica. Los fenicios, cartagineses y sirios
quemaban niños vivos como ofrenda al dios Moloch. En el Antiguo Testamento,
Abraham abandona a su hijo Ismael después que Dios le exigiera el sacrificio de
Isaac; las leyes de Moisés ordenan a los hijos a honrar a los progenitores,
pero no manda a estos a amar a su descendencia. El Derecho Romano Imperial
otorgaba al padre la facultad de vender o matar a sus hijos, sin necesidad de
dar explicación alguna. Otras formas de filicidio son la circuncisión (una
amenaza velada de castración) y las mutilaciones genitales de las hijas, los
ritos de iniciación, la explotación sexual de los menores, el trabajo infantil,
el abandono de la niñez en todas sus formas. Un hecho extendido es el, así
llamado, Síndrome del niño apaleado (niños con hundimiento craneal, golpes o
quemaduras), cuadro recurrente en los servicios de urgencia hospitalarios,
tanto en las sociedades pobres cuanto en las desarrolladas. A lo largo de
varias páginas, Rascovsky brinda una cantidad de ejemplos, con objeto de
mostrar que el inconsciente colectivo de la humanidad está
atravesado por un mandato filicida ancestral (Rascovsky 1992: 13-20).
No cabe duda de
que junto a esas tendencias filicidas coexisten en los padres –por lo general,
de forma predominante– las actitudes tiernas y amorosas sin las cuales los
hijos no podrían sobrevivir. Pero, mientras los impulsos afectivos son
exaltados como los propios de los progenitores, las actitudes filicidas son
sistemáticamente ocultadas y negadas, pese a la abrumadora evidencia histórica
y clínica. Con objeto de ejemplificar esta negación, Rascovsky analiza dos
obras tradicionalmente clasificadas como historias de parricidios: Edipo Rey y Los hermanos Karamázov. En
ambas, y a partir de aquí incorporamos al análisis de Rascovsky la novela de
Juan Rulfo, hay un esquema básico que se repite: los hijos regresan a la casa
paterna a reclamar aquello que les fue negado en su calidad de hijos, pero no
saben reclamarlo sino de manera patológica, es decir, mediante la eliminación
física del padre (Rascovsky 1992: 220). Llegados a adultos, responden con odio
al odio con que se los alimentó de niños. Edipo mata a Layo, Smerdiakov asesina
al viejo Karamázov y Abundio Martínez apuñala a Pedro Páramo. Reclamos patológicos,
decíamos, pues se llevan a cabo bajo los impulsos ahogados en la niñez,
productos del abandono, la humillación y el sometimiento. En las tres
historias, el conflicto se desencadena a raíz de las pulsiones filicidas de los
padres; la venganza parricida es, en rigor, una consecuencia. Recordemos que,
al quedar viudo, el viejo Karamázov abandona a sus hijos, entrega a Mitia al
cuidado de una pariente materna, y a Iván y a Aliosha, al cuidado de otro
familiar, en tanto retiene como sirviente de su casa a Smerdiakov, su hijo
ilegítimo, a cuya madre (una débil mental) había violado estando ebrio. En el
caso de Edipo Rey, a raíz de la
profecía del oráculo, Layo decide matar a su hijo, y es Yocasta, la madre, la
que lo entrega al pastor encargado de asesinarlo. Por último, en la novela de
Juan Rulfo, amén de Pedro Páramo, también asumen comportamientos filicidas su
padre, don Lucas, el sacerdote Rentería, Bartolomé San Juan e, incluso, Dolores
Preciado. Don Lucas denigra a su hijo, asociándolo a la idea de fracaso; éste,
a su vez, no reconoce a su descendencia, abandonándola a su suerte; el
sacerdote (padre espiritual) condena sistemáticamente a sus feligreses pobres
(“De los pobres no consigo nada”), cuando, por conveniencia económica,
contemporiza con la familia rica de Comala (“Ellos me dan mi mantenimiento”);
Bartolomé San Juan obliga a su hija a mantener relaciones incestuosas; y
Dolores Preciado envía a su hijo a enfrentarse al padre, el cacique de la Media
Luna. Sin embargo, en las tres novelas, las pulsiones filicidas aparecen
negadas, encubiertas por el rótulo de “historias de parricidios”; y en el caso
de Pedro Páramo, también como
“historia de retorno a las raíces” o como “búsqueda del padre”, etc.,
solapamientos que conforman otro modo de acción filicida.
Tal como en la
novela de Dostoievsky y en la tragedia de Sófocles, también en la novela de
Rulfo las agresiones filicidas se terminan de consumar (ya de manera directa,
ya de un modo atenuado) después de la muerte de los padres. El asesinato del
progenitor se lleva a cabo cuando el hijo no logra reprimir las pulsiones
destructivas parentales sufridas durante la niñez. Sin embargo, el conflicto no
se resuleve con la supresión del victimario, puesto que el sentimiento de culpa
y la consecuente necesidad de castigo (originados en el deseo de eliminar al
padre y potenciados con el homicidio) terminan por sumir a la víctima en un
proceso de autodestrucción. Con su autoaniquilamiento, los hijos completan el
trabajo que los padres habían comenzado (Rascovsky 1992: 270). Así, Smerdiákov,
el autor del crimen, se ahorca al descubrir que malinterpretó el deseo
parricida de Iván; a su vez, Iván se vuelve loco al enterarse de que fue el
involuntario instigador del asesinato; Mitia, a quien el tribunal condena erróneamente,
es sentenciado a veinte años de trabajos forzados en Siberia, sentencia que él
acepta, pues ve en ella un modo de expiar la culpa por haber deseado matar al
padre; y Edipo se arranca los ojos con (dato significativo) dos prendedores de
la madre. En Pedro Páramo, Susana San
Juan pierde el juicio, Juan Preciado muere de espanto en el infierno de Comala,
lugar al que se adentró compelido por el mandato materno de vengar el abandono.
En cuanto al arriero Abundio Martínez –y aquí damos comienzo al análisis
medular de nuestro trabajo–, no hay que descartar la autoinmolación. Quebrado
emocional y económicamente (había perdido a su mujer y debió vender su recua de
asnos para pagar los honorarios del médico) “se emborrachó”, dice el narrador,
se intoxicó gravemente, postulamos nosotros, al beber casi un litro de “alcohol
puro”. Cuando Abundio Martínez le pide a doña Inés Villalpando que le venda “un
cuartillo de alcohol”, se da este diálogo: “—¿Se te volvió a desmayar la
Refugio? —Se me murió ya, madre Villa. Anoche mismito. [...] Para eso quiero el
alcohol, para curarme la pena. —¿Lo quieres puro? —Sí, madre Villa. Para
emborracharme más pronto. Y dámelo rápido que llevo prisa. —Te daré dos
decilitros por el mismo precio y por ser para ti”. Así como esta formulada, la
oferta no tiene sentido: un cuartillo equivale a 0,45 litros; dos decilitros es
menos de la mitad, y la mujer argumenta que se los dará al mismo precio por
tratarse de él. Algo falla en el texto. Para que la frase sea coherente,
imaginamos dos posibilidades: una, la más plausible, “Te daré cinco decilitros
(o seis; cinco sería lo mínimo) por el mismo precio”; otra, un poco forzada,
“Te daré dos decilitros extras por el
mismo precio”. Que no fueron dos decilitros queda corroborado al final del diálogo,
cuando “Abundio Martínez dejó otros veinte centavos sobre el mostrador” y dice:
—Deme el otro cuartillo, madre Villa [o
sea, ya había recibido uno]. Y si me lo quiere dar sobradito [vale decir, con una yapa como antes],
pos ahí es cosa de usté. Lo único que le prometo es que éste sí me lo iré a
beber junto a la difuntita”. La promesa venía a cuento porque doña Inés le
insistió dos veces que, antes de que la muerta se acabe de enfriar, le trasmita
el pedido de rogarle a Dios por ella (de ahí la generosidad de la mujer con el
alcohol y el atrevimiento del arriero de sugerirle una segunda yapa).
Significa, entonces, que el primer cuartillo, con el añadido, Abundio lo bebió
en el negocio, durante la conversación, y se llevó consigo el resto, que tomó
durante el trayecto a la casa de Pedro Páramo: “aquello era pura lumbre”, se
nos informa, y “sorbió un trago tras otro”. Tenemos, por tanto, que, como
mínimo, Martínez bebió 0,95 litros de alcohol puro, cantidad que,
inexorablemente (dado que el tiempo de ingesta fue breve), provoca un coma
alcohólico, con altatísima probabilidad de un paro cardiorrespiratorio.
Conjeturamos que amén de alcoholizarse para “curarse la pena”, lo hizo para
tomar coraje y, a la vez, satisfacer la necesidad de castigo por lo que tramaba
hacer, nada menos que matar al padre. Según el relato, al salir de la tienda,
“trató de ir derecho a su casa donde lo esperaba la Refugio; pero torció el
camino y echó a andar calle arriba”. Pese a lo que aquí queda sugerido, cabe
pensar que el asesinato no fue fruto de una decisión intempestiva, tomada sobre
la marcha, sino algo decidido de antemano. Por eso el pedido a la vendedora, al
encargarle el primer cuartillo (pedido que de otro modo resultaría
incomprensible), “dámelo rápido que llevo prisa”. Y es entendible que, al salir
del negocio, haya simulado ir derecho a su casa a cumplir la promesa hecha a
doña Inés. Además de la palabra empeñada, lo obligaba la yapa –o las dos yapas–
que recibió a tal fin. Finalmente, deducimos que contaba con un plan para
acercarse a Pedro Páramo, lo que también supone un acto de premeditación. La
ayuda que le pidió para enterrar a su difunta fue claramente una argucia, toda
vez que lo acuchilló sin haber esperado la respuesta. Lo cierto es que el
arriero llegó destruido a la casa del patriarca, “dando traspiés [...] y a
veces caminando en cuatro patas”. Tenía los sentidos por completo alterados:
“Sentía que la tierra se retorcía, le daba vueltas y luego se le soltaba; él
corría para agarrarla, y cuando ya la tenía en sus manos se le volvía a ir”.
Mientras apuñalaba al padre, hiriéndolo de muerte, oía que Damiana Cisneros
gritaba, “aunque no entendía lo que decía”. Dos hombres se lo llevaron luego y
“vomitó una cosa amarilla como de bilis. Chorros y chorros, como si hubiera
sorbido diez litros de agua”. Finalmente, “se apoyo en los hombros de ellos,
que lo llevaron a rastras, abriendo un surco en la tierra con la punta de los
pies”. La imagen del cuerpo abriendo un surco en la tierra, como si estuviese
cavando su propia fosa, puede simbolizar tanto a un Abundio en coma alcohólico,
cuanto a un Abundio muerto. Tres pasajes de la novela parecen avalar la
hipóteses de la muerte del arriero inmediatamente después del apuñalamiento,
cuando los dos hombres se lo llevan a rastras apoyado en sus hombros. En primer
lugar, el texto con que el narrador continua el relato: “Allá atrás, Pedro
Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo
que se iba hacia el pueblo” (el subrayado es nuestro). En segundo lugar, la
circunstancia de que antes de desmoronarse como un montón de piedras (y sabemos
que Rulfo gustaba de hacer paralelismos) el patriarca reproduce los movimientos
agónicos del hijo parricida: “Se apoyó en los brazos de Damiana Cisneros e hizo
intento de caminar. Después de unos cuantos pasos cayó”. Por último, Pedro
Páramo, consciente de la proximidad del final (“Esta es mi muerte”), ya
agonizante (“su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el
tiempo y el aire de la vida”), imagina que, “en pocas horas” (es decir, en la
otra vida), el arriero (difunto) volverá para insistir con su pedido de ayuda.
Y no atenta contra la hipótesis en cuestión el hecho de que Abundio Martínez,
al toparse años después con Juan Preciado, viniese arreando una recua de
burros; los animales por sí solos no prueban que estuviese vivo. También el
caballo del difunto Miguel Páramo galopaba por las calles de Comala después de
haber sido sacrificado. En síntesis: tal como Edipo y los tres hermanos
Karamázov parricidas, también este hijo-verdugo se infrigió un gran castigo,
consecuencia del sentimiento de culpa por la decisión de matar al padre. Lo que
cuenta para nosotros (pues constituye un presupuesto de la perspectiva teórica
adoptada) es la voluntad de inmolarse; si llegó o no llegó a coronarla con la
muerte no tiene mayor importancia.
Miguel es el único
hijo por quien Pedro Páramo sintió afecto. Aquí, por primera y única vez, las
pulsiones filicidas se vieron superadas por una corriente amorosa, aunque, como
veremos, no por ello anuladas. Cuando aceptó hacerse cargo de la criatura, no
lo hizo por amor, sino al solo efecto de desafiar al padre Rentería. “Damiana
Cisneros –le ordenó a la gobernanta–, encárgate de esa cosa. Es mi hijo”. Con
el tiempo, se encariñó con el muchacho, nada extraño, fue una fiel proyección
de su existencia: violento, desalmado, violador y asesino, cabría decir, un
Páramo de ley. Cuando Fulgor Sedano le informó que Miguel había matado a un
hombre, el padre le respondió: “Hazte a la idea de que fui yo. [...] La culpa
de todo lo que él haga échamela a mí”. No obstante, las subyacentes tendencias
filicidas del señor de la Media Luna afloraron también en relación con este
hijo. Podría decirse que todos en el pueblo eran concientes de que Miguel
Páramo vivía al límite, que estaba jugando con su vida; en todas partes, hubo
voces que anticiparon la tragedia. “Ese muchacho! Igualito a su padre –comenta
Fulgor Sedano–; pero comenzó demasiado pronto. A ese paso no creo que se
logre.” Si el final del hijo fue una muerte anunciada, es sintomático que el
padre no haya tomado cartas en el asunto, tanto más porque el capataz se lo
había prevenido: “Miguel le dará muchos dolores de cabeza, don Pedro. [...] Es
tan violento y vive tan de prisa que a veces se me figura que va jugando
carreras con el tiempo. Acabará por perder, ya lo verá usted”. Negligencia e
indiferencia del padre, dos modos sutiles y extendidos de filicidio, y el hijo,
en efecto, pagó las consecuencias. Cabe destacar que la propia víctima asoció
el accidente con la figura paterna, simbolizada en el paredón que pretendió
saltar con su Colorado. Cuando Eduviges Dyada le recriminó: “Acuérdate que te
dijeron que ese caballo te iba a matar algún día” –nuevo testimonio de la
muerte anunciada–, el ánima de Miguel le responde: “Sólo brinqué el lienzo de
piedra que últimamente mandó poner mi
padre” (el subrayado es nuestro). Consciente o no de su criminal inacción y
desidia, el amo de Comala se sintió culpabale del accidente: “Estoy comenzando
a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto”. Pese a ello, buscó
encubrir su responsabilidad y decidió que el verdadero culpable había sido el
caballo. Le ordenó a Fulgor que lo sacrificara, con el argumento de evitar que
el animal sufriera, nuevo encubrimiento de su compulsión filicida, toda vez que
el alazán, impetuoso y salvaje, era un cabal alter ego del hijo.
Al ver que su
poder y su vida corrían verdadero peligro –la muerte de Fulgor Sedano a mano de
los alzados fue un anticipo de lo que podría sucederle–, el latifundista invitó
a cenar a los jefes revolucionarlos y acordó con ellos no solo financiarles la
revolución, sino también reforzarles el ejército con trescientos trabajadores
de la Media Luna: “El dinero se los regalo, a los hombres nomás se los presto”.
Así el patriarca arriesgó el pellejo de sus “hijos” para salvar el suyo propio
y conservar sus privilegios; sumó trescientos de sus hombres a los trescientos
que traía la insurrección, con el astuto propósito de controlarla desde dentro:
“—¿Quién crees tú que sea el jefe de éstos? —Pues a mí se me figura que es el
barrigón, don Pedro. [...] —No, Damasio, el jefe eres tú”. Logró, de este modo,
que la revolución incipiente se traicionara a sí misma y dejase intacta la
estructura del poder patriarcal que se supone debía destruir.
También don Pedro
fue de niño víctima de las tendencias filicidas de su padre. Hablando del hijo,
Lucas Páramo le confió a Fulgor Sedano: “Es un inútil. [...] Un flojo de marca.
[...] Cuando me muera váyase buscando otro trabajo, Fulgor. [...] No se cuenta
con él para nada. [...] Se me malogró”. Basta apelar al sentido común para
imaginar las tensas relaciones que debió de haber entre padre e hijo y los
deseos oscuros que proliferaron en el inconsciente de Pedro Páramo, los que, a
la postre, lo convirtieron en “un rencor vivo”. En sus últimos años, después de
haber acumulado cierta riqueza, Lucas Páramo se dedicó a dilapidarla, a punto
tal que dejó al hijo –nuevo testimonio de la compulsión filicida– al borde de
la miseria: “No queda nada –Fulgor Sedano le informó a don Pedro–. Hemos
vendido el último ganado. [...] Debemos tanto. [...] No hay de dónde sacar para
pagar. [...] La familia de usted lo absorbió todo. Pedían y pedían, sin
devolver nada”. La arbitraria y absurda matanza que el hijo ordenó llevar a
cabo para vengar la muerte de don Lucas fue menos por amor filial que por la
necesidad de encubrir su sentimiento de culpa por el deseo de eliminar al padre.
Lucas Páramo murió asesinado por accidente, durante una fiesta de casamiento en
la que oficiaba de padrino. El tiro estuvo destinado al flamante esposo y como
nunca se supo quién había hecho el disparo, Pedro Páramo decidió “arrasar
parejo” y “casi acabó con los asistentes a la boda”. El alivio y regocijo que,
sin duda, habrá experimentado con su desaparición (pues le permitió hacerse
dueño de sí mismo y, en adelante, dictar sus propias leyes) le exigió vindicar
aquella muerte a como diera lugar. Recordemos este pasaje de la novela: “—¿Y
las leyes? —¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer
nosotros. [...] Y recuérdale [a Toribio Aldrete] que Lucas Páramo ya murió. Que
conmigo hay que hacer nuevos tratos”. Finalmente, el círculo filicida se
consumó cuando el propio Pedro hizo realidad aquellos juicios denigratorios del
padre. Desde la perspectiva adoptada en nuestro análisis, fue aquel mandato
paterno y no un amor desmesurado lo que lo ligó de por vida a Susana San Juan.
Al enamorarse perdidamente de una mujer que nunca le dio muestras de afecto, y
que en los últimos años vivió trastornada, se garantizó de antemano el fracaso
de su existencia. Nótese que todo lo que Pedro Páramo rememora sobre Susana San
Juan, sea en la adolescencia, sea en la adultez, corresponde más al orden de lo
deseado que a lo realmente vivido. Pesó, sin duda, el amor adolescente de Pedro por ella, los treinta años que
la esperó, y pesó la felicidad que le produjo el reencuentro; sin embargo, la
verdadera motivación inconsciente de su vínculo amoroso fue la necesidad de
“malograrse”. Muerta ella, se derrumbó el enamorado. En las últimas
páginas de la novela, hallamos a un hombre pusilánime, sentado a la entrada de
su casa, improductivo, inútil, fiel reflejo de la imagen negativa que el padre
se había hecho de él. Se suele decir, y ya es un lugar común, que Susana San
Juan representó aquello que Pedro Páramo, el gran conquistador, no pudo
conquistar. Según nuestra lectura, lo que el caudillo de Comala nunca pudo
dominar y reprimir fue el mandato filicida paterno, mandato autodestructivo que
lo persiguió desde la adolescencia y que explica su absurda terquedad frente a
un amor inasequible. También se suele hablar de la doble personalidad del amo
de la Media Luna. Por un lado, el insaciable acaparador de tierras y explotador
de hombres; por otro, el amante tierno, capaz de un amor sin medida. Más aún:
el dominio del mundo exterior habría sido el medio para lograr la conquista de
la mujer amada: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo
todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir de modo que no
nos quedara ningún deseo, sólo el tuyo, el deseo de ti”. A nuestro entender, la
postulada dualidad de Pedro Páramo no resulta sostenible. Su afán de conquistar
tierras y hombres fue una forma de desafiar el mandato paterno; su apuesta por
una mujer inalcanzable, el modo de sucumbir ante él. Susana San Juan solo podía
llevarlo al fracaso y la desesperación, lo que implicaba, a la vez, la
destrucción del mundo de riqueza y poder que forjó durante años. El principio
oculto que guió la vida de Pedro Páramo fue siempre uno y el mismo: hacer honor
al mandato filicida paterno que llevaba grabado en su inconsciente como una
condena. Por último, notemos que el hijo terminó repitiendo la parábola
patrimonial del padre. También don Lucas, en sus últimos años, dilapidó la poca
o mucha riqueza que había logrado acumular.
El anatema “Me
cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre”, en que la compulsión filicida
del patriarca llega al paroxismo (obligó a sus hijos-trabajadores a exiliarse
en masa y convirtió a Comala en un pueblo sin futuro), tiene su correlato
femenino en el encargo que Dolores Preciado le encomienda a Juan: “Exígele lo
nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos
tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Tal como Yocasta, que puso al hijo en manos del
pastor encargado de matarlo, también Katia, la novia movida por los celos,
entregó al tribunal una carta de Mitia Karamazov que lo terminó por condenar.
“Una vez más, como en el caso edípico, la figura de la mujer-madre es la que
condena” (Racovsky 1992: 238) (Todas las caracterizaciones y observaciones
referidas a los personajes de la novela de Dostoievsky y la tragedia de
Sófocles las he tomado del citado libro de Rascovsky). No es otro el papel que
Dolores Preciado desempeña en la novela de Rulfo. Enviar al hijo a enfrentarse
a Pedro Páramo equivalía, lisa y llanamente, a condenarlo a muerte. Desde ya,
no pudo tratarse de una ingenuidad, ella conocía de sobra a aquel señor y su
mundo de injusticia y venganza sin fin. Para ilusionar al hijo y, al mismo
tiempo, fomentar en él el odio al padre, le solía describir poéticamente las
tierras que este le había quitado: “El rancho de Enmedio; [...] Una hermosa
llanura verde; [...] El viento que mueve las espigas; [...] El color de la
tierra, el olor de la alfalfa y del pan”. Durante su corta estancia en Comala,
Juan Preciado evocó esas bellas descripciones que, sin embargo, escondían una
dosis de ponzoña. Debajo de cada “verso” latía el “Exígele lo nuestro”, y, al
final de uno de ellos, una oscura premonición: “Sentirás que allí uno quisiera
vivir para la eternidad”. El hijo llegó a percatarse del lado inconfesable del
poema materno: “Mi madre, que vivió su infancia y sus mejores años en este
pueblo y que ni siquiera pudo venir a morir aquí. Hasta para eso me mandó a mí en su lugar” (el subrayado es
nuestro). Juan Preciado no morirá a manos del cacique, pero perecerá en el
intento de cumplir el postrer mandato de la madre. Su deceso fue la contraparte
oculta del “Cóbraselo caro”, tal como el “Mueran los hijos” es la contraparte
oculta del “Viva la patria”.
Es probable que
Juan Preciado haya vivido subordinado a su madre toda la vida, y lo estuvo
incluso después de que ella falleciera. “A mis manos les costó trabajo zafarse
de sus manos muertas”, observa el hijo. Convengamos que la imagen evocada es
todo un símbolo al respecto y tengamos presente que, cuando murió la madre, Juan
Preciado ya era un hombre adulto. Hagamos una cuenta rápida. Juan nació en la
Media Luna y la dejó con pocos años, puesto que no guardaba recuerdos de aquel
tiempo. Digamos que tenía un año. No sabemos cuánto después, nació Miguel
Páramo. Supongamos que fue enseguida, y murió a los diecisiete años. Para
entonces, Juan tenía dieciocho. Tampoco sabemos cuánto tiempo después de la
muerte de Miguel, los San Juan volvieron a Comala, pero fue a fines de 1910,
cuando estalló la Revolución, motivo por el cual, precisamente, padre e hija
buscaron refugio en la casa del caudillo. Otro dato que sabemos es que Pedro Páramo
murió no antes de 1926, año en que comenzó la Guerra Cristera, pues Abundio
Martínez, la mañana en que lo apuñaló, le informó a Inés Villalpando que el
sacerdote Rentería se había sumado a la Cristiada. En 1926, por tanto, Juan
sumaba al menos treinta y cuatro años. Por último, cuando se cruza con Abundio,
éste le informa que el padre había muerto hacía “muchos años”, digamos diez.
Tenemos entonces que, al morir su madre, Juan Preciado tenía, aproximadamente,
44 años. De ahí que Eduviges Dyada lo trate de usted, y luego, cuando pase a tutearlo, se disculpe con él: "Perdóname que te trate de tú". No en vano, cuando llegue a Comala, encontrará a su madre multiplicada
en tres figuras sustitutas: la recién nombrada Eduviges (“Te considero como mi hijo”),
Damiana Cisneros (“Te conozco desde que abriste los ojos”) y Dorotea la
Cuarraca, que se pasó la vida buscando un hijo y lo hallará en Juan Preciado,
con quien compartirá la tumba. Doña Dolores podría haber dicho de su hijo lo
que Eduviges Dyada dijo del suyo: “Yo soy también su padre, aunque por
casualidad haya sido madre.” Y, en efecto, la mujer fue, a la vez, la madre
Preciado y el padre Páramo, con la particularidad de que el rol masculino fue
el predominante. Al menos, la última conversación que tuvo con el hijo, lejos
de denotar ternura o amor maternos, mostró el espíritu mandón y vindicatorio
del caudillo. Fueron órdenes, y órdenes de venganza: “No dejes de ir a
visitarlo”, “No vayas a pedirle nada”, Exígele lo nuestro” “Cóbraselo caro”. Y
él hijo, obediente: “Así lo haré, madre”. En principio, no pensó cumplir la
promesa, pero su sueño de libertad le duró poco, el remordimiento se hizo sentir
de inmediato, y disfrazó su debilidad apelando a las ideas de “ilusión”
(“comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones”) y de
“esperanza” (“la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo”). Sin
embargo, aquella ilusión y aquella esperanza también le habían sido inyectadas
por la madre: amén de ilusionarlo con sus tierras (cosa que, probablemente,
haya hecho desde que Juan fue un niño), a las que pintaba con los colores del
paraíso, le aseveró: “Estoy segura de que [a tu padre] le dará gusto
conocerte”. Fue así que el hijo se encaminó hacia Comala identificado por
completo con Dolores Preciado (“ahora yo vengo en su lugar”). No solo llevaba
en el bolsillo de la camisa una foto de ella (“un retrato que le calentaba el
corazón”), también portaba sus ojos (“los ojos con que ella miró estas cosas,
porque me dio sus ojos para ver”), y naturalmente cargaba consigo sus recuerdos
(“yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre”). El objetivo
del hijo era encontrar a Pedro Páramo, en parte para cobrarle el abandono y
recuperar sus tierras, en parte por la ilusión que tenía de conocerlo. Tales
fueron los anhelos de su madre y él le prometió que cumpliría. Salvando las
distancias, Juan Preciado fue a su madre lo que Fulgor Sedano a Pedro Páramo:
el brazo ejecutor de sus deseos, por temibles que hayan sido. De nada sirvió
que aquel mundo idealizado se diera de bruces con lo que fue encontrando en el
camino: “el olor podrido de las saponarias”, “el puro calor sin aire”, “la mera
boca del infierno”, una tierra estéril, un pueblo derruido, sin niños, sin
pájaros y sin árboles. Juan Preciado siguió internándose en el infierno de
Comala, desfalleciendo a cada paso: “Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se
doblaba ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él
como si fuera de trapo”. Compelido a cumplir el mandato materno, murió de
espanto entre fantasmas y murmullos: “¿Quieres hacerme creer que te mató el
ahogo, Juan Preciado? [Has muerto] acalambrado como mueren los que mueren
muertos de miedo”, se burla de él, Dorotea la Cuarraca. El padre lo abandonó,
la madre lo envió a morir; Juan Preciado tenía sellado su fatal destino. Aquí
también las compulsiones filicidas de los progenitores se terminaron de
consumar después de la muerte de ambos. Obsesiva y orgullosa, Dolores Preciado
buscó hasta el final materializar su desquite y logró su propósito, no en la
persona de su esposo, sino en la persona de Juan (Páramo). En apariencia, le
encargó al hijo que se vengara del padre; pero, en realidad (el inconsciente
traiciona), cumplió su venganza enviando a la muerte al hijo de su marido. Por
cierto, Juan Preciado era también un Páramo, claro que un Páramo deshilachado:
tenía la sangre, pero no el apellido; don Pedro fue el señor de la Media Luna;
Juan, un habitante de un pueblo en ruinas; aquel, un caudillo en el mundo de
los vivos; este, un hijastro de las almas en pena.
Cuando Susana San
Juan se enteró de la muerte de su padre, recordó una historia traumática de su
niñez. Bartolomé San Juan, viudo y de ocupación minero, la hizo descender en
una tumba profunda, en la que, suponía él, debía de haber monedas de oro
escondidas. La bajó con una soga, una soga que le lastimaba la cintura y le
hizo sangrar las manos, mientras la oscuridad la llenaba de miedo. El hombre le
ordenó que le diera todo lo que encontrara, y la niña, tanteando en lo oscuro,
encontró y le alcanzó una calavera y huesos que se le deshacían entre las
manos. Pasado el tiempo, después de casarse y enviudar, el padre la obligó a
descender a una tumba aún más lúgubre, la de las relaciones incestuosas: “Tú
eres mi hija. Mía. Hija de Bartolomé San Juan”. Cuando Pedro Páramo le preguntó
a Fulgor Sedano si Bartolomé San Juan vino con la hija, el capataz le aclaró:
“Por el modo como la trata más bien parece su mujer”. Una forma que la hija
encontró para sobrellevar el abuso fue aferrarse al recuerdo de Florencio, su
difunto marido, símbolo de la mejor etapa de su vida. Con el tiempo, la figura
del esposo fue creciendo, saturó su mundo interior hasta volverse una obsesión
enfermiza. Vapuleada por el recuerdo traumático de la tumba, el incesto y la
obsesión por Florencio, no es de extrañar que Susana San Juan haya terminado
perdiendo el juicio. Cuando no dormía, suspiraba, hablaba sola y oía voces,
también solía gritar y tener visiones, pero al enterarse de que su padre había
muerto “sonrió”, “y su risa se convirtió en carcajada”. Al ver cumplido su
deseo parricida, incubado, seguramente, desde los años de la niñez, el
sentimiento de culpa se multiplicó al infinito: “—¿Verdad que la noche está
llena de pecados, Justina? —Sí, Susana. —¿Y qué crees que es la vida, Justina,
sino un pecado? [...] —¿Tú crees en el infierno, Justina? —Sí, Susana. Y
también en el cielo. —Yo sólo creo en el infierno”.
Como en Edipo Rey y en Los hermanos Karamázov, también en la novela de Rulfo, los hijos
parricidas redondean con el crimen del padre su propia derrota. Derrota
duplicada para Abundio Martínez, pues amén de haber dañado o incluso
sacrificado su vida, dio muerte a un hombre que ya se había entregado a ella.
La estaba esperando, la estaba deseando. De hecho, no respondió al pedido de
ayuda del arriero y tampoco movió un dedo para defenderse: “La cara de Pedro
Páramo se escondió debajo de las cobijas como si se escondiera de la luz”,
mientras Damiana Cisneros gritaba “Están matando a don Pedro”. El padre, pues,
somete y humilla al hijo parricida incluso en el acto de la venganza suprema.
Cuando el padre
Rentería absolvió a Miguel Páramo, transformó el sacremento del perdón en una
burla, y a su ministerio, en un callejón sin salida. Podría decirse que los
hijos de Comala se vengaron de él con una suerte de parricidio espiritual,
parricidio figurado que se manifestó de diversos modos. Susana San Juan, por
caso, llegó a confundirlo con su padre Bartolomé: “—He venido a confortarte,
hija. —Entonces adiós, padre —contestó ella—. No vuelvas. No te necesito”.
Confundió, pues, al parricida espiritual con el parricida terrenal e inclusó lo
echó cuando vino a ungirla con los santos óleos. Los pobladores de Comala se
sumaron a la fiesta que armaron los llegados de Contla, aún sabiendo que las
campanas de la iglesia tocaban a duelo. La hermana de Donis, dijo del obispo,
quien al igual que el padre Rentería le había negado el perdón: “Y se fue,
montado en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera
dejado aquí la imagen de la perdición”. Y cuando Abundio le informó a doña Inés
Villalpando que el padre Rentería se había sumado a la Guerra de los Cristeros,
concluyó: “A nosotros qué nos importa eso, madre Villa. Ni nos va ni nos
viene”. Pero quien mejor expresó su rebelión contra el religioso –extendiéndola
incluso a la fe en general– fue Dorotea: “Hacía tantos años que no alzaba la
cara, que me olvidé del cielo. [...] Le perdí todo mi interés desde que el
padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria. [...] El cielo para
mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora”, vale decir, en la tumba que
compartía con su hijo adoptivo.
Recapitulando. No
corresponde catalogar la novela de Rulfo como la historia de un parricidio,
como el regreso al origen o la búsqueda del padre, o como la historia de un
amor imposible, etc., puesto que es todas esas historias a la vez. Lo que
confiere unidad a la obra, la define temáticamente y le otorga un significado
de base es el fenómeno del filicidio, tal como lo entiende Rascovsky. Es que
las varias historias, al menos las medulares, comparten el hecho de que sus
personajes no pueden reprimir y superar el sometimiento, el abandono y la
humillación que padecieron durante la niñez en su calidad de hijos. Presos del
deseo de venganza, poseídos, en consecuencia, por un fuerte sentimiento de
culpa y la no menos consecuente necesidad de castigo, se ven compelidos a consumar
por sí mismos el proceso de destrucción iniciado por sus progenitores. Es esta
experiencia traumática y compleja, oculta incluso para el autor de la novela,
la que constituye el núcleo narrativo medular y, si se quiere, el personaje
central de Pedro Páramo.
Bibliografía:
Rulfo, Juan
(1984). Pedro Páramo, Buenos Aires:
Sudamericana-Planeta.
Rascovsky, Arnaldo
(1992). El filicidio. La mutilación,
denigración y matanza de nuestros hijos, Buenos Aires: Beas Ediciones.
[1] Arnaldo Rascovsky, médico pediatra y psicoanalista,
nació en 1907, en la ciudad argentina de Córdoba, y falleció en Buenos Aires,
en 1995.